Algunos dicen que, “de los placeres sin pecar el más barato es el cagar”, pero a veces se hace complicada esta tarea, sobre todo si estás viajando a la aventura, sin albergues y hoteles de por medio donde te aseguran un mínimo de intimidad para realizar el asunto.
A mí personalmente, al contrario que mi amigo Mickey, me cuesta mucho cagar cuando viajo, me estriño y me pongo más nervioso, y cuanto más me obligo a ir al baño peor lo paso ¡Joder! Como envidio a los que se bajan los pantalones en cualquier sitio y sueltan el chocolate mientras disfrutan del arcoíris.
Hasta un marciano sabe que Dios bendijo a los hombres con la manguera para que tengan fácil el soltar los deshechos líquidos y maldijo a las mujeres con una raja en la entrepierna, teniéndose que inclinar para descargar fluidos, situación difícil fuera de casa, ya que tendrán que buscar el espacio habilitado entre dos coches aparcados para realizar la meada, y estos coches pueden estar ocupados por maromos salidorros. Pero los tres viajeros de este diario son hombres, al menos hasta donde yo sé, y la acción de mear no supuso nunca un problema, aunque nos quedamos con ganas de mear en la bici, en plena marcha, pero el miedo a ducharnos con nuestra propia orina hizo que nos lo pensáramos un poco más, y al final nunca se realizó… No te preocupes, ya lo haremos.
Cagar en el campo es asumible y contaminante, si tienes papel higiénico, clínex, o calcetines feos, pero cagar en la ciudad no. En las ciudades y en algunos pueblos grandes de Francia han colocado servicios públicos, algunos de pago y otros gratuitos, pero todos han sido visitados por el Demonio de Tasmania y da un asco horrible meterse en ellos, aunque si no queda otra habrá que taparse la nariz y apuntar bien con el culo.
Salvo en ocasiones excepcionales, nosotros solíamos descargar en los baños de los campings, algunos estaban limpios y de otros mejor no hablar. Yo cagaba una vez cada dos días aproximadamente, y siempre pequeñas bolas de caca que no vaciaban mi cuerpo, produciendo gases monstruosos en mi interior. La ventaja de estos gases es que me servían de turbo cuando iba con mi ciclo. Manu visitaba al retrete cada día y Mickey tenía una media de cinco veces por día, dejando varios campings en cuarentena, porque no sabemos cómo, pero el muy cerdo cagó fuera del váter en dos ocasiones, dejando todo podrido… Creo que todavía no ha aprendido a cagar.
Bueno, el ducharse también era un tema interesante: cuando llegas a un camping después de pedalear unos cien kilómetros en lo único que piensas es en comer y en ducharte, pero si el agua está igual de fría que un muñeco de nieve y la ropa de repuesto está más sucia que la que tienes puesta se te quitan un poco las ganas. Pues eso, no me duchaba al día, me duchaba cada dos, cuando el agua era aceptable y en los “couchsurfing”, a los que robábamos champú.
Lo malo era lavar la ropa, era uno de los grandes problemas que teníamos. Mickey llevó jabón para ropa y en varias ocasiones utilizamos los lavaderos de los campings, pero en un país tan húmedo la ropa tardaba dos o tres días en secarse por completo, aunque fuésemos con ella colgando de las alforjas. Más sobre la higiene: Llevamos cepillo de dientes, como no, y las uñas las dejé crecer, pues me las corté antes de salir de viaje, y cierto es que, no soporto tenerlas largas, pero aguanté como un campeón. También dejé crecer la barba, aunque 20 días tampoco son tantos para nosotros, pues solemos tener algo de barba en nuestra vida diaria.
ETAPA 5
Una pena despedirse de nuestra anfitriona Martine, que nos preparó un desayuno ejemplar, té con tostadas y tarta de ciruelas muy, muy rica. Y mientras tanto nos recomendaba visitar Saint Jean d’Angely, pues tenía cosas curiosas que ver, como la abadía inacabada, aparentemente en ruinas, muy antigua y saqueada en varias ocasiones, por los vikingos en una de ellas.
Pero salir tan tarde (por el desayuno), nos obligó a turistear poco, y en breve ya estábamos pedaleando como Dios manda. Era día festivo en Francia, como en España, 15 de Agosto, y yo tenía un poco de miedo de no encontrar nada abierto, pues ya nos había avisado Martine de que poca gente iba a trabajar ese día. Y por ello, en cuanto encontramos un sitio abierto aprovechamos para comprar los víveres de todo el día. Este sitio estaba en Aulnay, y proseguimos la marcha pasando por La Villedieu, Brioux y Melle. En este último paramos a comer.
Era un día soleado, a pesar de las predicciones de Internet, y buscamos un sitio con sombra, acción que nos obligó a recorrer un buen porcentaje de Melle y descubrir que estaba llenito de cacas de perro u otro animal. Pisamos unas cuantas, nosotros y nuestras bicis. Y el único perro que vimos estaba atado a la vera de un bar. Era un perro gigante, de seis metros por lo menos que, yo creo, que podía llevarse el bar donde quisiese ¡Menudo gigantón! Seguro que él era el único cagón del pueblo, el que se ocupaba de dejar todas las minas anti-forasteros.
En ese bar anclado al perro, mis colegas se pidieron un café cada uno porque Morfeo les estaba venciendo, y por ese café les clavaron una astilla en el corazón… Dos eurazos con ochenta valía cada cafelito. Mejor hubiese sido dormirse en la bici y estrellarse contra la muerte.
Salimos de Melle con los ojos lagrimosos y con ganas de chillar, y sí, Manu al final no pudo aguantar más y acabó chillando. Todo esto ocurrió mientras escapábamos del pueblo y poco a poco fuimos pasando por otros como Sepvret, Chenay y Lusignan. En ninguno de ellos paramos, y se nos hizo todo muy cortito, tal vez la etapa más suave hasta el momento, y eso que fueron 88 kilómetros.
Esta etapa debía terminar en Coulombiers, pero a diez kilómetros de allí nos encontramos un área de descanso perfecto para pasar la noche, tan perfecto que parecía que lo habían preparado para nosotros. Césped con mesas y bancos y una parada de autobús de gran extensión muy adecuada para resguardarnos del viento (que lo hacía) y de la lluvia (que nos visitaría por la noche).
Solo había un problema, y es que, no teníamos agua, así que, me ofrecí voluntario como haría cualquier superhéroe para biciclear tres o cuatro kilómetros más hasta el siguiente pueblo y conseguir el líquido. Metí todos los bidones en una mochila y partí hacia la salvación (ahora me puedo inventar cualquier cosa, pues como estuve solo nadie puede contradecirme… ni siquiera tú, lector, que te crees que lo sabes todo).
El camino se iba haciendo cada vez más oscuro, los árboles parecían ir convirtiéndose en horripilantes monstruos con largas extremidades como brazos y falos, el camino se iba haciendo más empinado y tuve que ir frenando, pero en un bache los cables de los frenos se agarrotaron por arte de mala magia y caí en picado a la oscuridad. Creí que moriría ese día, pero saqué mi navaja y mi sacacorchos y los usé de zapatas, apretándolos contra la rueda trasera y funcionó, conseguí frenar. Después me bajé de la bici y me acerqué a unos matorrales ennegrecidos, pues detrás de estos había algo. Se trataba de un viejo cartel que ponía “Cloué” y frente a mí apareció todo un pueblo, lleno de niños corriendo y gente riendo.
Encontré cerca una cascada de agua de colores y llené los bidones ahí, contagiándolos de la felicidad del lugar. Mi bidón negro ahora era multicolor. Miré a mi alrededor y sonreí, e inmediatamente después agarré mi bici, probé los frenos y marché a encontrar a mis compañeros, que ya debían estar preocupados, pues tenía la sensación de que llevaba varias horas bailando en Cloué, el pueblo de la risa.
La vuelta fue más relajada, pero me sentía triste por haber dejado la felicidad tras de mí, aunque pronto se me pasó, porque el deber es el deber.
Mis amigos habían preparado todo. Pusimos los sacos bajo la parada del bus y luego estuvimos comiendo en una de las mesas antes citadas. Hacía frío y esto nos obligó a acostarnos nada más terminar de jalar.
Esa noche llovió y yo pasé mucho frío.