El filósofo Ludwig Wittgenstein escribió una vez: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” ¡Qué razón tenía el jodío en esto!
No sé hablar inglés, no sé hablar francés y casi no sé hablar español. Los idiomas y yo somos rivales de toda la vida, ellos no quieren acercarse a mí y yo no quiero ni hablarlos.
No saber el idioma que hablan todos los que están a tu alrededor es el muro más duro que hay para poder integrarte en cualquier grupo. Y si tu pasión es viajar, conocer gente y empaparte de otras culturas estás bien jodido con esto del idioma. A ver cuando inventan un pinganillo traductor que haga la comunicación más fácil entre personas de diferentes idiomas, porque yo así no puedo vivir ¡Aaah!
Queda claro que no sé defenderme con la palabra en el extranjero, y que me odio por ello, pero mis adorables amigos sí sabían algo/bastante de inglés. Justo unas semanas antes del viaje se habían presentado al examen B1 de inglés y los dos habían aprobado, por lo tanto se defendían en ese idioma más de lo que ellos se esperaban. De francés nada, ni yo, ni mis colegas, lo que significaba que cualquier persona interesada en comunicarse con nosotros (o nosotros con ella) debía hablar español, inglés o gesticular como un mono (casi todos los días surgía la mímica para poder entendernos con los lugareños).
Todos nuestros anfitriones dominaban el inglés o el español, menos Alexandre (octava etapa), pero sí podía soltar algunas palabras y entender casi todo, se podría decir que estaba dos o tres (o diez) niveles por encima de mí en esto del “inglis pitinglis”.
Con Madeleine (segunda etapa) y Samir (decimocuarta etapa) solo podíamos comunicarnos en inglés, por lo que Manu y Mickey tenían que hacer de traductores en todo momento, cosa que resultaba muy molesta, para ellos, para el emisor, y para mí también, sobre todo cuando conseguía entender lo que habían dicho y, aun así, me lo traducían. Y eso me pasa por tener cara de bobo, porque tengo cara de bobo ¿Sabes?
Bueno, no solo hablábamos o intentábamos hablar con los “couchsurfing”, también teníamos pequeños cruces de palabras con los demás habitantes y turistas de la zona: con los dueños de los camping, con los vendedores de cualquier comercio, con los pajaritos del campo, con otros ciclo-turistas o con cualquier persona a la que preguntásemos por alguna dirección… Vamos, lo normal en un viaje.
Una conversación típica por mi parte en cualquier panadería francesa o belga podía ser así (leer como está escrito): “¡Bon yur! Hola… ¿Pan? ¿Pain? ¿Tienes pain? Sí, sí, eso… güi, güi ¿Y queso? ¿And chiss? Chiss, queso. ¿Tienes chiss? No, no, eso no, eso es un ajedrez, eso no. Queso (algún gesto raro) In inglis is chiss. Que-so… eso… eso que tienes ahí, sí, güi, güi, eso. Megsí, gracias”. Y así de horribles eran todos mis encuentros con mis amigos europeos… Lo pasaba mal, y por la noche, cuando todos dormían, yo derramaba alguna lágrima.
Una cosa inevitable y buena es que, cuando viajas a un país con otro idioma, aprendes algo de su vocabulario. Siempre están las palabras típicas que todo el mundo sabe cómo “sí”, “no”, “hola”, adiós”, “polla”, “gracias” “cerveza” y “cabrón”. Luego están las que aprendes por necesidad, como “pan”, “tienda”, “baño”, “droga”, “caja”, “bicicleta” y frases hechas como “no tengo más dinero”, “no hablo francés” o “mátame ya y acabemos con esto de una vez”. Y también están esas palabras que te aprendes sin saber cómo y por qué, algunas de estas palabras fueron “panadería”, “cementerio”, “sacacorchos”, “encrucijada”, “murciélago”, “escopeta” y muchos más… Algunas ya no las recuerdo.
Cuando vuelvo a mi ciudad natal siempre llego a la misma conclusión ¡Debo aprender inglés de una jodida vez! Pero pasan los añazos y sigo sin entenderte cuando me hablas… Y solo puedo entenderte cuando me lo traduces con el idioma de las babas, y es cuando por fin me quedo contento de comprenderte.
ETAPA 7
Cuando desperté, Manu estaba haciéndome un masaje en los pies mientras me decía cosas bonitas, y Mickey me había preparado un desayuno digno de un Zar. En mi vida había tenido mejor despertar. Seguidamente Mickey me miró y empezó a tararear una melodía que me recordaba a algo… a algo… a algo… a algo… y desperté.
“Voy a tirar el móvil de Mickey al río”, pensé cuando salía del saco, mientras escupía palabras mal sonantes por la boquita.
Ya era un poco tarde cuando sonó la alarma, porque la tipa del camping nos había dicho que hasta las nueve no podíamos pagar, y por lo tanto hasta las nueve menos poco no nos levantamos. Y no solo eso. Cuando estábamos a punto de partir, Manu Bolsón nos comunicó otra tragedia de las suyas: “Eeeh… chicos ¡Qué diver! Creo que mi rueda está pinchada”. Así que, hasta las diez no salimos de Nouátre.
El día anterior, cuando llegamos al camping, tuvimos un pequeño debate sobre qué camino tomar para llegar al destino de la séptima etapa. Estaba el camino corto de 75 kilómetros y el camino largo de 90, pero en este último pasaríamos por Tours, el jardín de Francia, una ciudad pequeña y bonita que no nos podíamos perder. Y así fue, porque a estas alturas de viaje teníamos la sensación de ser superhéroes, aunque en realidad, lo que pasaba es que, los músculos y los huesos estaban en una situación crítica, no sentían dolor a pesar del esfuerzo inusual al que estaban siendo sometidos, y eso nos pasaría factura más adelante.
Comeríamos en Tours, que más o menos estaba a la mitad de la etapa, o sea, unos 45 kilómetros, y para llegar a la hora de jalar había que meterle caña, pues como ya he dicho, salimos bastante tarde del camping. Antes de llegar pasaríamos por Villeperdue y por Monts, y parando poquito, solo para las cosas necesarias, como estirar, comernos un bollo o fabricar caca. Así que, a las dos de la tarde ya estábamos en Tours.
Era dominguete y todo cerraba en la ciudad, no podíamos comprar en los súper, por lo tanto tocaba restaurante. El problema es que a las dos y media todos los restaurantes empiezan a cerrar, porque allí la hora de comer es mucho antes… ¿Quién sabe? ¿A las diez de la mañana?
Después de dar trescientas catorce vueltas a la zona de restaurantes de la ciudad nos inclinamos por una pizzería (esta vez sí nos venció el mono). Nos pedimos una pizza cada uno, de verduras, y nos costó nueve euros… sí, mazo, pero teníamos un hambre atroz, y si nos llegas a hablar mientras comemos te habríamos arrancado un dedo por metepatas.
Después de devorar hasta el plato (ya más relajados y contentos), dedicamos una hora para ver la ciudad. Tenía un puente muy largo que cruzaba el río Loira, la catedral de San Gaciano, el palacio de justicia y un castillo que no recuerdo haberlo visto, pero Wikipedia dice que lo tiene. Un par de ruinas históricas, la basílica de Saint Martin y poco más.
Ok, ciudad vista, ahora empezaba lo fácil, supuestamente, pues solo teníamos que seguir el río Loira hacia el interior (noreste) durante 120 kilómetros (lo que quedaba de esta etapa y la siguiente entera). Lo malo es que, era remontar un río, o sea, cuesta arriba. Para más alegría nuestra, descubrimos que existía la ruta en bici a lo largo del río, llamada “Los castillos del Loira”, y estaba lleno de turistas en bici.
Pero la alegría duró poco, pues no sabemos aún como perdimos la ruta marcada y acabamos cruzando el río por unas vías de tren a la altura de Vouvray y luego tuvimos que hacer un trecho de unos 10 km por la otra orilla del río, en una carretera llena de coches y con poco arcén. Yo no sufro tanto en estas situaciones, me adentro en mis pensamientos y ya está, pero claro, sabiendo que hay un carril bici al otro lado del río en el que irías sonriendo y silbando…
Hasta Amboise no pudimos cruzar de nuevo el río, y vaya con Amboise, ciudad medieval famosa por su castillo y porque fue el lugar donde murió Leonardo da Vinci. Esto último no lo sabía hasta que me he informado por Internet. Las calles estaban llenas de gente (mogollón de españoles), había músicos callejeros, miles de tiendas de suvenires y todas con precios muy altos. Como por ahí pasaba el “Loire à vélo” (la ruta del Loira), estaba lleno de ciclistas y entre ellos había dos bilbaínos que volvían a España desde Berlín… Al lado de estas bestias nosotros éramos los Teletubbies.
Salimos rápido porque notábamos que se nos estaba haciendo tarde. Íbamos contentos porque nos había gustado Amboise y porque ya marchábamos por el carril bici… Pero algo ocurrió ¡Chan, chan, chan! Sí, es lo que imagináis. Manu ha vuelto a pinchar, segunda vez en el mismo día y cuarta del viaje, todas él.
Una vez arreglado el pinchazo seguimos la ruta que nos llevaba por los pueblos de Artigny, le Grand Village y finalmente Mosnes, donde había un camping llamado “Camping de la Poterie” a la rivera del Loira. El camping tenía un precio medio, y menos mal que tenían un puesto de comida, porque si no habríamos muerto esa misma noche de hambre. Un bocata caliente cayó por nuestras gargantas devoradoras.
Como teníamos Internet al lado del puesto de comida, pudimos seguir buscando anfitriones para el futuro. Después montamos la tienda, nos duchamos y a descansar esos 95.000 metros que marcaba el cuentakilómetros. Esta vez me tocó a mí quedarme fuera y vigilar para que ningún oso-vampiro nos atacase “in the night”.
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