–¡Vamos! Solo queda una hora para la primera luz, daos prisa –dijo el más joven, que esperaba fuera.
–Desvalijo a éste y salimos pitando –contestó el padre.
–En una hora nos da tiempo a desvalijar tres como mínimo –dijo el más viejo, que contaba con mucha experiencia en el antiguo gremio del saqueo de tumbas.
–Bueno, este y nos vamos, no quiero riesgos –concluyó el padre.
Dicho y hecho, los tres ladrones salieron escopetados después de desnudar casi por completo al último cadáver y dejar todo como si nadie hubiese pasado por allí.
La gran crisis económica de los dos últimos años por la que estaba pasando la familia, había avivado esta actividad ruin. La cual el más viejo de nuestros protagonistas ya conocía perfectamente y que le costó la pérdida de su mano derecha en su mediana edad.
Este hombre tenía cincuenta y cinco años, dieciséis más que el padre, su yerno. Los dos quedaron en no decir a la familia ni una palabra de la empresa que llevaban a cabo desde hace meses, solo a uno de los hijos del jefe, de dieciseis años, por la necesidad de alguien que se ocupase de la vigilancia.
La escusa era sencilla, los tres habían conseguido trabajo en el cementerio de la ciudad, se ocupaban de la seguridad para el descanso de los difuntos. Todo lo que afanaban, que solía ser sobretodo telas de toda clase y muy pocas veces joyas, las vendían o cambiaban por otros bienes a la mañana siguiente en el zoco de la ciudad.
Eran una familia de ocho personas y con este trabajo conseguían vivir cómodamente, aunque sin lujos.
–Pronto tendremos suficiente para poder comprarnos una vaca –dijo el padre, casi emocionado, llegando a casa después de la jornada–, al fin la vida nos sonríe.
–¿Una vaca? –pregunto el más joven.
–Sí hijo, una vaca ¿O prefieres dos cabras? –respondió de nuevo el padre.
–La vaca sale más rentable –intervino el más viejo–. Pero ¿Sabéis ordeñarla?
–La verdad es que no –respondió el padre.
–Ja, ja, ja, tranquilos, de joven tuve todo tipo de ganado –les dijo el más viejo mientras entraban en la casa.
–Pero ¿Os habéis visto? ¿Dónde os metéis para acabar así de sucios? –preguntaba la madre sorprendida por las manchas de barro que traían sus seres queridos– ¡Rayos! Dadme la ropa y sentaos de una vez en la mesa, que la comida ya estará fría –la madre era de esas personas que dicen mucho y callan poco, hábito que le había creado muchos problemas con los hombres.
La vida de esta familia mejoraba con el paso de cada noche, ya casi veían el momento de dejar el hurto por una vida de pastoreo.
Un jueves, al oscurecer el cielo por completo salieron hacia el cementerio de la ciudad, como todas las noches. Como siempre, a esas horas, la laberíntica ciudad se encontraba vacía. Unos tres kilómetros a las afueras de dicha ciudad se localizaba el lugar de trabajo de nuestros protagonistas. Todo iba bien hasta que descubrieron la presencia de guardias en los alrededores del cementerio.
–¿Qué pasa, ya se han dado cuenta de las profanaciones? –Se preguntó el padre.
–No, mira, están custodiando esa tumba –le respondió el más viejo.
–¡Oh! Es verdad ¿De quién será? Debe ser alguien importante –preguntó el más joven.
–Nunca había visto algo semejante y menos en este cementerio de pobres –dijo el anciano del grupo, sin parar de mirar a los guardias dando vueltas a la tumba–. Esa tumba es especial, es una tumba en el interior de una roca y la puerta es una redondeada piedra pesada –aclaró.
–Bueno, vamos a hacer una cosa, daremos un rodeo al cementerio ya que es grande, si vemos que solo hay guardias custodiando esa tumba, seguiremos con nuestro trabajo nocturno lo más lejos de aquí ¿Bien? –Propuso el padre.
Todos de acuerdo marcharon a desvalijar cadáveres lo más alejado posible de la tumba misteriosa. No pasó nada raro esa noche, incluso profanaron más tumbas que de costumbre.
Al marcharse echaron un vistazo a la tumba protegida y seguía custodiada. Eran seis soldados de la supuesta nueva guardia imperial, pero a la distancia con la que observaban nuestros tres protagonistas era verdaderamente difícil de detallar a cualquier ser.
A pesar de que todo salió bien, la confianza cayó en picado, se aceleró la idea de terminar con el hurto y dedicarse por completo a la vida reglamentaria.
Pasaron dos días y la guardia seguía en el lugar de siempre. Los tres ladrones de tumbas habían decidido que esa noche sería la última para delinquir, habían conseguido lo que querían, salir de la completa pobreza. Sabían que si seguían con las profanaciones tarde o temprano caerían, como cayó la mano del más antiguo de los ladrones presentes.
Todo salió bien, como siempre. Cuando quedaba una hora para la salida del sol metieron todo en los sacos y partieron hacia la ciudad. Pero se les abrieron los ojos cuando pasaron por el misterioso sepulcro. No había vigilancia.
–¡Vamos, podemos hacerlo! –Comento el más viejo.
–No, ya queda poco para el amanecer. No nos arriesguemos –dijo el padre.
–Sí, padre, echemos un vistazo, yo vigilo. Si lo que hay ahí dentro es bueno será una marcha triunfante –tentó el más joven.
El padre de familia no estaba muy convencido de la idea, pero sabía que lo que podía haber ahí dentro podría cambiar su vida y la de su familia para siempre, por lo que sin mucha insistencia de sus compañeros accedió a la última profanación.
Primero dieron una rápida vuelta a los alrededores, y luego apartaron la enorme piedra que tapaba la tumba. El más joven vigilaba mientras los otros dos desvalijaban al cadáver como era de costumbre.
Para sorpresa de todos, el muerto no tenía mucho en especial. Una sábana le cubría por completo y su cuerpo poseía varias heridas graves en el costado derecho, en las manos, en la cabeza y en los pies. Se notaba que lo habían limpiado antes de meterlo ahí.
El hombre había muerto asesinado, eso estaba claro, y por las heridas que tenía, el asesinato lo produjo un castigo de la autoridad. No era raro encontrarse ese tipo de cadáveres, lo raro era que a ese tipo de cadáveres se le proporcionara seguridad día y noche.
Bajo él descubrieron un pequeño alijo, como brazaletes de bronce, pulseras de oro, anillos, collares y también alimentos y especias.
Los profanadores empezaron a meter todo en el saco, ansiosos por llegar a casa y disfrutar del tesoro.
–¡Viene gente! –Gritó el más joven entrando casi temblando –viene mucha gente por todos lados, estamos rodeados.
–¿Qué? ¿Qué hacemos? –Preguntaba el padre mientras empezaba a temblar.
Fue el más viejo el que tomó la iniciativa, colocó al padre la sábana que tenía el cadáver y le dijo:
–Mira hijo, te pareces al muerto, pelo largo, barba negra como el carbón, ambos sois delgaduchos… No nos queda otra opción, si se acercan sal y di que has resucitado, improvisa hijo, que no nos descubran, hazlo por tu familia.
Como dijo el anciano, no le quedaba otra, respirar hondo e interpretar a un ser que nunca había conocido.
Ya se empezaban a escuchar los gritos de asombro al ver la piedra de la tumba movida, cada vez más intenso el griterío. “¡Mirad, la puerta está abierta, la profecía se cumple!” Decía uno, “No, lo que pasa es que alguien ha entrado a robar” Decía otro.
El padre miró a sus familiares y siguiendo los consejos de su familia salió.
Al menos eran veinte personas y todos callaron al verle salir de la cueva, acto seguido se arrodillaron y apartaron la mirada– ¡El Mesías a resucitado! –Dijo uno de ellos al fin.
–Sí, he resucitado –dijo el padre, apoyándose en la voz anterior.
–¡Oh! Señor, todo era verdad –dijo el más hablador.
–¿Por qué os iba a mentir? –Respondió el asustado intérprete.
–Lo siento, siento haber dudado de las palabras del Mesías –se disculpó el hablador–. A partir de ahora mi Fe no será discutida. Lo juro –dijo.
–Está bien, ahora marchaos –dijo el padre jugando su carta.
–Pero ¿Qué hacemos? –Preguntó otro.
–¿Qué hacéis? –Dijo el padre mientras pensaba una respuesta coherente que le libre de sus seguidores–. Haced lo que os dije… que hicieseis ¿No os acordáis? –Respondió al fin.
–Si mi Señor, os referís a la oración –dijo este personaje mientras los demás asentían.
–¡Eso! Orad, pero orad con la familia… o es que ¿No recordáis que lo más importante es la familia? –Seguía intentándolo, lo primordial era que se fueran.
–¿La familia? Sí, la familia. Todos somos hermanos –respondió otro más–. Todos sabrán de la resurrección del hijo de Dios, lo haremos saber ahora mismo ¡Vamos hermanos! Difundamos la palabra.
Una parte de los seguidores marcharon a la ciudad, pero otra seguía arrodillada ante el falso Mesías.
–¿Y vosotros? ¿No difundís mi palabra? –Preguntó el padre.
–¡Señor mío! –Exclamó un anciano–, tengo la lepra, la campanilla que cuelga de mi cuello lo demuestra. Todos nosotros estamos enfermos y ya sabes que no nos permiten entrar en la ciudad. Por favor, dicen que usted lo cura todo y… por favor –suplicó.
–¿Lepra? –Se asustó nuestro protagonista–. Sí, lepra ¡Ya! Pues… –titubeó mientras pensaba que decir–, esta vez sí te dejarán pasar a la ciudad, porque sanarás por el camino ¡Todos sanaréis por el camino si tenéis Fe en mí! –Dijo por fin.
Entonces se fueron los demás, desaparecieron rápidamente, obedeciendo al Mesías. Mientras nuestros tres protagonistas se esfumaron del lugar dejando la tumba vacía. Incluso el muerto fue robado ya que el más joven se lo llevó metido en el saco sin que los otros dos se diesen cuenta. ¿Por qué se lo llevo? Porque le entró pánico, si el cadáver desaparecía habría menos sospechas. Pero fue una opción que le costó una bronca de sus compañeros. El muerto fue abandonado en la montaña.
Un mes después la economía de la familia era mucho más ventajosa que la de sus vecinos, porque gracias a la última profanación, habían adquirido grandes riquezas con las que compraron un gran rebaño y una granja con cinco vacas a pocos kilómetros de Jerusalén. Se convirtieron en una de las familias más ricas de Judea.
Uno de esos días el padre y el más viejo, pasaron por el cementerio y vieron una multitud frente a la tumba del misterioso Mesías.
–Tranquilo hijo –dijo el más viejo–, he vivido mucho y sé que esto es pasajero ¿Cuántos mesías ves a lo largo de un día? Verás como poco a poco esta tontería se les irá olvidando.