El sol se ponía entre las dunas presentando un hermoso cuadro como cada día de la eternidad más ardiente, otorgando algo de alivio a los pocos seres que habitaban aquel horno de arena roja. Entre ellos estaba Yuba, de pie, inmóvil, observando el horizonte contrario al del astro de fuego, pues su destino estaría por ahí lejos, muy lejos, más de lo que imaginaba, pero no podían volver atrás, ya no. No habían hecho caso a los consejos de sus allegados y tomaron el camino del desierto, el más extenso del mundo, y aunque estaban acostumbrados a vivir en este lugar y a realizar largas travesías, nunca imaginaron que pudiese ser tan duro superar todo aquel camino de arena. Conocían gente que lo había hecho y eso les bastaba para aventurarse en las tenebrosas dunas, pero el arrepentimiento llegó tarde, ahora debían seguir y jugársela día a día. A punto habían estado más de una vez de quedarse sin provisiones, pero la suerte les visitaba en los momentos más retorcidos para dejarles encontrar aldeas y poblados profundos que suministraban alimentos y sobre todo agua. Pero ahora no tenían ese problema, pues su última recarga fue hace dos días y los dromedarios eran los que más lo sufrían. El problema era otro para Yuba, era una sensación mala, un mal presagio… Algo malo iba a ocurrir esa noche.
Tajeddigt, su mujer, salió de la pequeña jaima improvisada para llamar al hombre intranquilo, que ya llevaba un largo tiempo pensativo. Y la muchacha, que también sentía ese “no sé qué”, necesitaba que toda la familia estuviera junta, por eso gritó su nombre hasta que este despertó de su mundo y decidió emprender esas doscientas yardas que les separaban.
Fue nada más empezar a caminar cuando sintió el pinchazo en uno de sus pies descalzos haciéndole gritar de dolor. Aplastó al escorpión de un puñetazo, agarrando la cola con la otra mano y evitar otra picadura… esto lo hizo pues necesitaba examinar al arácnido antes de tomarse cualquier antídoto, así que lo cogió ya muerto y corrió como pudo a la tienda, mientras Tajeddigt temblaba de preocupación, pues se imaginaba lo ocurrido.
Una vez dentro, el Bereber se tumbó en las mantas y observaba al animal mientras su mujer sacaba la botella más fresca que tenían para aplicar algo de frío a la picadura. Luego apretó sensiblemente su tobillo con una cuerda para relajar la circulación de las venas más superficiales y finalmente Yuba tranquilizó a la chica diciendo que se trataba de un escorpión amarillo, así que no había mucho que temer. Un escorpión típico del desierto que por suerte no transmite peligro de muerte y por lo tanto no requiere mucho tratamiento. Esta especie ya había picado a Yuba en varias ocasiones y eso le proporcionaba un escudo más… ese veneno corría por su sangre desde hace años y no iba a acabar con él.
La pareja, ya aliviada, se quedó tumbada entre las gordas mantas de colores mirando al bajo techo de la jaima. Por suerte la niña no se había despertado.
–No era esto –dijo el hombre mientras apretaba la mano de su esposa–.
–¿A qué te refieres? –Preguntó Tajeddigt–.
–La sensación sigue… algo malo va a ocurrir –dijo–.
–Lo sé –concluyó la muchacha–.
Al cabo de una hora, cuando la luz del firmamento se había esfumado casi por completo, ella tuvo que salir a reunir a los dromedarios. Era una tarea de Yuba, pero él apenas podía ponerse en pie, no hasta el día siguiente.
Minutos después, el herido escuchó ronquidos de dromedarios, pero no eran los suyos, conocía muy bien los ruidos que producían los animales que le habían acompañado gran parte de su vida. Se asustó y salió lo más rápido que pudo teniendo en cuenta su estado.
Fuera se encontró a dos individuos montados en un camello arábigo cada uno, a pocos pasos de ellos, pues Tajeddigt se encontraba con él, a un lado de la jaima, mirando a los extraños al igual que su enamorado.
Se pararon ante ellos y solo uno de los visitantes se bajó del animal con una sonrisa en la cara, aunque la pareja apenas podía verles el rostro, pues la oscuridad reinaba. De todos modos Yuba ya sabía a qué venían estos hombres y apretó los puños.
–Hola amigo –Dijo al fin el hombre–. Nos ha pillado la noche y necesitamos pasarla en algún lado ¡Qué suerte haberos encontrado!
–Por favor –Respondió Yuba mientras extendió su brazo y abrió la mano hacia arriba para indicarle que no debía avanzar más–, no tenemos nada, ahí dentro solo está nuestra hija durmiendo.
–¿Cómo? No, no, solo queremos dormir bien esta noche.
–No sigan, por favor. Somos una familia peregrinando… nuestras vidas dependen de los pocos suministros que nos quedan –Insistió el bereber–.
El hombre, al ver que Yuba no le seguía el juego, miró a su compañero y le hizo un gesto poco tranquilizador mientras sacaba del bolsillo un revolver. Apuntó al padre de familia y este apenas pudo decir nada, pues la oscuridad no le permitió ver bien los movimientos del hombre, que disparó al pecho de Yuba, solo uno, no debía malgastar las balas, pues con un disparo pensó que quedaría dormido para siempre.
Cayó de espaldas en la arena y ni siquiera oyó el grito de terror de su amada, pues un silencio estruendoso invadió su cabeza y su alma. El pecho le ardía, le quemaba como si se hubiese encendido un fuego, como si su corazón fuese lava. Le parecía imposible respirar, hacía el ejercicio, pero no notaba el aire en su cuerpo y la angustia le machacó aún más. No veía nada con sus ojos, solo con su mente. Cientos de temores, malos sueños, monstruos de la infancia, enemigos, vértigo, miedo, tristeza, decadencia… Todo lo veía dentro de él, todo pasaba veloz como un pájaro negro, todo era malo, veneno, escorpiones. Sentía que su tejido se descosía y sus venas reventaban.
En cierto momento se le pasó todo y abrió los ojos, y vio las estrellas, y las estrellas le vieron a él. Seguía tumbado en la arena, pero era incapaz de moverse, pues no sentía absolutamente nada, ningún dolor, solo dominaba el sentido de la vista y poco a poco se dio cuenta que también podía oír. Oía risas y gritos, diversión y tragedia, todo muy cerca de él.
Poco a poco fue recobrando el sentido del tacto, y aunque el dolor se había esfumado por completo pudo sentir una pequeña brisa del desierto, dejando algunos granos de arena en su rostro. Luego sintió algo vivo en su pecho, ocho patas explorando su caparazón, y entonces su brazo izquierdo se abalanzó a toda velocidad sobre este nuevo escorpión, agarrándolo primero y estrujándolo después. Aquel movimiento automático fue tan rápido y eficaz que al animal no le dio tiempo a utilizar su aguijón. Murió antes de sospechar nada.
Yuba se incorporó poco a poco con movimientos independientes. Poco tenía que ver su cabeza con aquellas acciones de su cuerpo… se movía solo y coordinado, aunque algo torpe. Se enderezó y miró en dirección a la jaima, y ahí se quedó clavado durante unos minutos, notando como se apagaban las carcajadas enemigas, pero no los llantos familiares.
Al fin dio sus primeros pasos. Aún no sabía cómo iba a proceder, pero la rabia le obligó a dirigirse hacia la carpa sin un plan previo, tendría que improvisar.
Él y su cuerpo seguían separados, no pensaba sus movimientos, estos seguían moviéndose por impulsos, pero justo ahora estaban de acuerdo en entrar a la jaima y destrozar a los asaltantes a los que podía imaginar tras las telas.
Despacio pero decidido llegó y entró de manera muy silenciosa, presentándosele una visión de todo lo que ocurría ahí dentro. Tajeddigt y su hija estaban atadas de pies y manos, tumbadas en el suelo y con los ojos vendados. Su mujer también tenía algo en la boca que le impedía hablar o gritar fuertemente, pero la niña lloraba en alto por las dos.
Uno de los asaltantes parecía dormido, pues yacía en un rincón bajo las mantas. El otro estaba sentado de espaldas a la entrada, arreglándose el calzado, dándole a Yuba una oportunidad muy deseada de contraatacar.
Se acercó por detrás al hombre desprevenido. Vio en el corto camino un afilado cuchillo de plata, pero aunque su cabeza quiso cogerlo, su cuerpo tenía ya unos planes propios más arriesgados… Con una mano agarró el cabello de su enemigo y con la otra la pechera, pero el arma principal fueron sus dientes que de manera eficaz y con una velocidad loca desgarró la yugular de aquel hombre que, al igual que al escorpión anterior no le dio tiempo ni a respirar.
Cayó al suelo y se retorció hasta la muerte mientras Yuba arrancaba con su dentadura más carne de aquel desdichado.
Un grito de horror a su espalda le hizo mirar. El otro hombre se había levantado y en sus ojos explotaba el miedo que le había dejado totalmente inmóvil. Sin embargo, el bereber dejó a su antigua víctima y empezó con la siguiente, que de poco le sirvió el puñetazo con el que intentó defenderse, pues ese brazo fue lo primero que pasó por la boca del nuevo caníbal.
Yuba pensó que era algo producido por la rabia del momento. Un odio que le había hecho actuar así, comiéndose a sus enemigos sin pensarlo antes, aunque en realidad sus pensamientos eran sanos y coherentes… Él también estaba alucinando mientras destrozaba a mordiscos el cuerpo de aquel segundo cadáver.
Pronto llegó a una conclusión acertada de la conducta individual de su propio cuerpo, cuando se produjo el mayor horror, la desgracia que no podía evitar de ninguna manera aunque lo intentó desesperadamente, pues resulta que después de desafilar sus dientes con los dos cuerpos de los asaltantes empezó a comerse a sus dos familiares. Su hija primero, sintiendo como se le apagaba la vida a gritos, y Tajeddigt después, con el mismo resultado.
Su cerebro seguía pensando, pero no tenía poder ante su cuerpo, convertido ahora en un muerto viviente, un zombi en el desierto que vagabundearía por las dunas hasta que algún ser cayera en sus dientes. Un desastre, un infierno para esa cabeza pensante que no puede desprenderse de ese cuerpo muerto y vivo a la vez. Pero no estará solo, pues los cuerpos a los que asesinó a mordiscos en la jaima también le acompañarán ahora, convertidos en lo mismo ¡ZOMBIS!