Pájaros gigantes

Mi hijo estaba alucinando con las vistas desde aquel lugar privilegiado, podía ver la inmensidad de la ciudad, y al fondo el mar. Pocos niños subían hasta aquella planta, pero no tenía más remedio que llevarle conmigo al trabajo, estaba con varicela y no podía meterle en el colegio, a pesar de que era el segundo día de clase, pero es lo que hay… Mala suerte. Aunque como ya dije, se entretenía viendo el esplendor de la grisácea urbe y a esos pájaros suicidas que se atrevían a subir hasta allí arriba.

Yo mientras tanto terminaba los informes de la semana pasada, que como siempre íbamos muy atrasados y con el agua al cuello. El jefe nos había amenazado con cambiar a toda la plantilla si no remontábamos a final de mes, una amenaza que oíamos todos los meses y nunca se hacía realidad al cien por cien, pero sí que hacían recortes cada fin de mes y según había escuchado de boca de mis compañeros yo estaba en la cuerda floja, por eso el agobio y el estrés se habían apoderado de mí, y si a eso le añades la separación repentina de mi pareja, la enfermedad de mi padre y como no, la varicela del niño, obtenemos un alma a punto de fraccionarse.

Cada letra que escribía me golpeaba en la cabeza, me destrozaba y me lanzaba fuera del ring para acordarme otra vez de mis problemas, del desastre de vida que se me había puesto en las narices en tan poco tiempo. No estaba en condiciones de trabajar, pero había que hacerlo, sentía la respiración en el cogote del señor Miller esperando cualquier flaqueza por mi parte para lanzarnos al olvido, a mí y a mi hijo, que por cierto, cada vez estaba más entretenido.

–¡Mami! ¡Qué pequeños se ven los coches! –Me decía con los ojos como un búho, pues todo le fascinaba, estaba en esa edad. Y yo cansada, pasaba de sus fantasías.

Otra equivocación y otro folio a la papelera, cogemos más y empezamos de nuevo, pero ahora el bolígrafo azul no pinta, así que pido uno a mi compañera. Esta me deja un boli y me cuenta no sé qué historia de su hermano, pero no escucho, solo asiento y pronuncio frases hechas que no resuelven nada, pero estoy demasiado nerviosa y destrozada como para escuchar problemas de cualquiera. Vuelvo a mi trono y empiezo de nuevo para hacerlo mal de nuevo y tener que repetir todo el proceso por décima vez en un día.

–¿Los dragones existen? ¿Has podido ver alguno desde aquí? –Creo que esto fue lo que salió de la boca del niño ahora, pero no le contesté, como de costumbre, era un lujo que no me podía permitir, así que insistió pesadamente hasta que mi compañera le aclaró con una sonrisa en la boca y con la vena de la frente bien hinchada, que estos bichos no existían.

–¿Y los pájaros gigantes? –Preguntó ahora. Y yo, que me era imposible concentrarme, apreté los puños, cerré los ojos y respiré hondo para contestarle de una manera calmada.

–No, hijo. Gigantes no, y menos aquí. El ave más grande del mundo que pueda volar es el cóndor y vive en las montañas de un lugar muy lejano. Aquí solo hay palomas –Pensando que había aclarado todas sus dudas infantiles volví a poner mis manos en el teclado, pero enseguida volvió a hablar el pobre chico, que no sabía la que se le venía encima… A él y a todos.

–¿Entonces eso tan grande que se ve qué es? –Dijo. –Se está acercando.

Me levanté furiosa, pero aparentando tranquilidad, pues no quería que aquel niño inocente pagara toda mi frustración y fuese el inútil desahogo de todo el calvario que nos rodeaba. Me acerqué rápidamente hacia la ventana donde se encontraba y le empecé a pedir de muy buenas maneras que se mantuviese lo más callado posible, pero él solo señaló a la ventana con una cara de terror que nunca se la había visto, así que no me quedó otra opción que mirar tras el cristal.

Un dragón gris o un pájaro gigante metálico, da igual, fuese lo que fuese se acercaba a una velocidad imposible. Ni la máquina nos iba a esquivar ni yo pensaba apartarme, así que agarré al pequeño y lo abracé mientras miré por última vez las impactantes vistas de la ciudad de Nueva York.

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