Bueno, bueno… Basta con meterse en Google Street View por las autopistas y calles colombianas para darse cuenta del nivel de las carreteras que se nos presentará. En general, las vías principales que conectan ciudades son de uno o de dos carriles en el mismo sentido y como suelen aparecer obras públicas por todos lados pues resulta un tanto pesado hacerse viajes por carretera. Estas principales están asfaltadas casi todas, pero aún quedan algunas que parecen más caminos rurales, y un tanto peligrosas, sobre todo si cruzan los Andes, dejando escarpados paisajes en uno de sus lados.
Teniendo en cuenta esto y el zig-zag de algunas carreteras del interior, es aconsejable que uno vaya con la idea de que las distancias en Colombia son aún más distantes, siempre y cuando comparemos sus carreteras con las europeas, que es un terreno menos montañoso y con vías de mejor calidad. Así pues, si viajas en coche, yo diría que más o menos hay que sumar 2 horas cada 100 kilómetros, el doble que en España, por ejemplo.
Una de las cosas que más miedo me da de este tipo de carreteras de solo un carril en cada dirección, lleno de curvas, en pendiente y repleto de camiones lentos y temerosos son los malditos adelantamientos. Si has estado en algún país que posea este tipo de autopistas sabrás lo que digo… Como se la juegan los turismos y autocares adelantando a los camiones, poniendo en riesgo un choque frontal con algún coche en dirección contraria, y esta es la segunda causa de accidente en el país. La primera es la de no mantener la distancia de seguridad. Hay que decir que según el Banco Mundial, “una persona que maneja en Colombia tiene cuatro veces más posibilidades de piñársela y morir que un conductor en España”. Espero que esto no le quite a nadie las ganas de viajar por tierra, pues conozco a alguno que ha preferido perderse grandes maravillas por no tener que zigzaguear en las carreteras. Por cierto, los desprendimientos de rocas en época de lluvia son habituales.
Los medios de transporte que conectan ciudades y pueblos son variados, como era de imaginar, aunque trenes de pasajeros apenas hay. Por carretera están, si no alquilas un coche, podrás elegir entre las muchas compañías de autocares que, entre minibuses y autocares (flotas) completan casi todos los caminos del territorio terrestre colombiano. Para cada zona geográfica encontrarás compañías distintas, por ejemplo, en el norte circulan unas que no encontrarás en el sur y viceversa. Viajar en flota es caro, pero algunos buses son de muy buena calidad y merece la pena pagar unos pesos más por una flota buena que por una buseta con servicio pésimo.
Del transporte marítimo no tengo mucha idea, pero he leído por ahí (no sé si está actualizado) que hay transbordadores que conectan Cartagena y Barranquilla con las Islas de San Andrés y Providencia. Además, el servicio de lancha lo vas a encontrar en gran parte del litoral, tanto Pacífico como Caribeño. Es posible entrar al Tayrona en lancha desde Taganga.
Para transporte aéreo dentro del país céntrate en la compañía “Viva Colombia” y olvídate de las demás, pues digamos que la mayoría de veces suele ser mejor opción volar con esta compañía que coger un autocar, por tiempo, comodidad y economía. “Viva Colombia” ofrece vuelos a las ciudades más importantes del país (Bogotá, Medellín, Cartagena, Bucaramanga, Cali, Barranquilla, Santa Marta, Montería, Apartadó, San Andrés, Pereira y Leticia) y a cuatro destinos internacionales (Quito, Lima, Ciudad de Panamá y Miami). Y con esto ya he dicho todo, es un Ryanair colombiano, aprovéchalo si tienes tiempo, porque es la mejor opción de transporte, que como digo, muy a menudo es más económico que el bus.
Ahora toca hablar del transporte público en las propias ciudades:
Bogotá: Muy posiblemente lo peor de esta ciudad sea el transporte. El abultado número de población y la falta de un medio de transporte bueno y adecuado, hace que cada trayecto, por corto que sea, se haga largo e incómodo. Existe en Bogotá una red de autobuses que intentan imitar sin éxito al metro, llamado Transmilenio, aunque muchos lo llaman TransmiLLENO, pues sus dos o tres vagones no son suficientes para transportar a todos los interesados. Casi siempre está petado y si viajas en hora punta es muy posible que tengas que dejar pasar varios autobuses. La gente no respeta turnos y se cuelan si pueden, así que lo mejor es que hagas tú lo mismo (nadie te lo va a recriminar, pues lo hacen todos), tanto al entrar como al salir… Empuja y muerde si es necesario.
Lo mejor de este transporte es que tiene un carril para él solito, pero aun así, el trazado de las carreteras y la abundancia de semáforos hacen que se duplique el tiempo de viaje, aunque hay que tener en cuenta que en hora punta es mucho mejor tomar el Transmilenio que un taxi (o cualquier tipo de turismo).
En las taquillas puedes comprar una tarjeta recargable y con ella accederás a las estaciones de este medio de transporte. Cada billete cuesta 2.000 pesos y se pueden recargar los billetes que desees (imagino que tendrá un tope). Una vez dentro verás que todo es un caos, pues las líneas de ruta están marcadas con una letra y un número (K43, B16, L97, etc), y los mapas de información de las estaciones no ayudan mucho. Es un buen lío y seguramente te llevará varios días hacerte con este innecesario sistema. Y a parte de estas líneas, luego existen alimentadores, que son unos buses más pequeños que conectan lugares más lejanos con paradas del Transmilenio… Vas a flipar con el transporte, hermano.
Como dije antes, para mí, lo peor de Bogotá es el tráfico fatídico, la contaminación y el transporte urbano. Las tres cosas relacionadas entre sí.
Medellín: Aquí cambia bastante el asunto, pues la infraestructura de transporte en esta ciudad es muy superior a la de la capital. Sí posee un metro, y además es bastante moderno… Rápido, ancho, con mucha información y hasta bonito, diría yo. Vive desde 1995 y de momento solo tiene dos líneas, la línea A acompaña al río en su travesía, la línea B cruza con la anterior. Las demás líneas existentes no son de metro, sino de tranvías, buses y teleféricos (Metrocable) que conectan con el resto de la ciudad, incluidas las zonas montañosas. El precio no recuerdo bien cómo iba, pero la tarifa para un solo viaje es de 2000 (o algo menos), y luego si quieres Metrocable tienes que pagar un suplemento, o algo así. También va con tarjeta, la compras y ahí recargas los viajes que desees cada vez.
Algo negativo sobre el transporte en Medellín sería el taxi. En dos ocasiones tuve que coger un vehículo de estos y en los dos fue complicado. A pesar de encontrarme en lugares donde abundaban, estos no paraban, y cuando alguno lo hacía no te aceptaba si la carrera que solicitabas no le pillaba de camino, algo que me pareció bastante absurdo, pero bueno, allá ellos.
Del transporte urbano de las demás ciudades en las que estuve no hablaré porque apenas me moví en él, pero al ser ciudades más pequeñas ya puedes imaginar lo que hay… Buses, taxis y más buses. En el capítulo siguiente hablaremos muy gustosamente del clima, el paisaje y la abundante fauna colombiana ¡No te lo pierdas! Ahora un poquito de mi diario.
VI. Colibríes de Palma
Empezaba a ser normal, un madrugón y una arepa con su juguito como desayuno, aunque esta vez añadí un café, pues había que probar aquella especialidad que atraía tanto a los adictos.
Antes de despedirme de la tranquila Armenia quería pasar allí la mañana intentando ver lo máximo posible, y eso fue el Centro de nuevo (pero esta vez con luz del sol) y el Parque de la Vida, que no es tan impresionante como pensaba, pues creía que sería un parque gigante donde podías perderte y ver animales terroríficos, pero no, más bien es un parquecito deportivo donde encontrarás guatines a mansalva huyendo de ti, además de patos y corredores. Yo diría que no merece la pena visitarlo (cobran la entrada). Tal vez, lo más interesante de ver en Armenia sea el Museo del Oro Quimbaya, pero no puedo dar referencias, pues el tiempo no me dejó pisarlo.
Almorcé en un restaurante vegetariano que por desgracia no apunté el nombre, pero es genial, pues sirven comida típica imitando la carne con alimentos vegetarianos, y claramente yo me pedí una bandeja paisa, denso y equilibrado.
Eso fue todo en Armenia. Me metí en una buseta que conectaba aquella ciudad con Salento, un pequeño, pero conocido pueblo a una hora de viaje. En cuanto pones un pie en aquel lugar y alzas la vista te das cuenta que los turistas son parte del paisaje. No es masivo, es que el pueblo es “pequeño” y tiene tres atractivos que uno no quiere perderse… El café es famoso, existe un mirador curioso y a cuarenta minutos en jeep se encuentra el valle de Cocora, del que hablaré más tarde.
Lo primero que hice fue buscar un lugar donde pasar la noche, y me quedé con el primer sitio que encontré, un camping donde alquilé una tienda de campaña. Dejé las cosas y me fui a visitar este pueblo. La Plaza Bolívar contiene la iglesia de Nuestra Señora del Carmen y también un monumento del tan querido revolucionario. Allí se descubre la Carrera 6 que lleva hasta las escaleras más famosas de Salento, donde llegaremos habiendo parado en muchas de sus tiendecitas con artesanía y productos cafeteros. Si estás bien del corazón y de los pulmones podrás subir las muchas decenas de escalones que suben al Cerro Mirador y desde ahí observarás todo el municipio y su verde alrededor mientras te balanceas en un columpio. Y ya está, no hay más que ver en Salento, pero lo que hay que ver es bello y agradable, un lugar tranquilo que posiblemente necesitaba.
El tiempo se fue rápido y después de cenar me acomodé leyendo en una hamaca en uno de los techados que tenía el camping y menos mal, porque empezó a caer un diluvio sorprendente, incluso vi como un residente comenzaba a construir un arca y a coleccionar animales, pero por suerte paró a la hora o así y pude ir hasta mi tienda a dormir, pues tenía la intención de levantarme a las cinco de la mañana al día siguiente, pero ocurrió que las vecinas de la tienda de campaña de al lado prefirieron hacer una fiesta alcohólica y la liaron bastante, dejando vómitos por todo el jardín, y yo, asustado por lo que oía, no pude pegar ojo hasta tiempo más tarde.
Era de esperar que a las cinco solo me moví para apagar el despertador, y cuando realmente salí de la tienda eran las ocho de la mañana -¡Muy mal!– pensé, porque no sabía entonces si me daría tiempo a ir al Cocora y volver para pillar el bus que me trasladaría a Medellín, y estuve con esta ansiedad toda la maldita mañana.
Corrí como nunca había corrido (despacito) hasta la plaza donde salían los jeep que te llevaban al valle, pues la única forma de ir a este lugar es en este transporte que te cuesta unos 3.800 pesos, aunque también puedes ir a pie (es bastante, en el coche tardas 30 minutos) o en bici alquilada, aunque a ver dónde la dejas luego. El viaje en jeep mola, vas ahí hacinado con otras once personas, dos en la parte de adelante, dos van de pie en la parte trasera jugándose la vida y los demás apelotonados atrás. Una vez en el Valle del Cocora abrirás la boca al ver lo lindo que es, aunque la volverás a cerrar cuando te entren las moscas. Es un valle en el sistema montañoso de los Andes repleto de palmas de cera, que es el árbol nacional. Un tronco fino y altísimo terminado en una explosión de hojas palmeadas.
Los caminos se dividen más adelante y tendrás que elegir, pues son varios los senderos y rutas que allí se te presentarán, como la ascensión del Parque Natural Los Nevados, que te llevaría varios días. Yo (y la mayoría de los que van) elegí la ruta de los colibríes, para poder verlos, fotografiarlos, besarlos y ¡Comérmelos!… No, eso no.
A lo que iba. Comencé la subida junto a dos estudiantes colombianas que no tenían mucha pinta de senderistas, la verdad. Conversamos y conversamos hasta que me cansé de descansar tanto (paradoja loca) y seguí mi ritmo, pasando por puentes movedizos, ríos catastróficos, fauna depredadora, paisajes de película y felicidad de la buena. Cansado llegué arriba, que los muy cachondos te ponen un cartel justo al final diciendo que tienes que pagar 5.000 pesos si quieres llegar hasta el refugio de los colibrís. No me importó pagarlo porque es para ayudar a reservar el parque, pero imagínense que no llevo nada en los bolsillos y me recorro todo el camino para nada ¡Me como a alguien! Lo bueno es que te entra en el precio una consumición.
Pues mientras consumía mi consumición y veía a los pajaritos pajarear, conocí a un viejuno español que vivía allí, en Armenia con su mujer, su hija y algunos más. Según él no volvería a su Vitoria del alma porque allí se encontraba en el paraíso. Era un tío agradable y hasta me dio un trozo de tortilla española que había hecho para aquella travesía. A la vuelta me fui con ellos porque me dijeron que iban a subir a un mirador y que ese mismo camino conectaba con el valle, y que me daba tiempo de sobra a llegar a Salento a la hora indicada.
Después de bajar, subir al mirador, volver a bajar, meterme por caminos prohibidos, correr por caminos prohibidos y mear en algún tronco de una palma de cera, para dejar mi huella, llegué al parking donde me colé en un jeep que me llevaba de vuelta al pequeño pueblo, y lo había conseguido en un tiempo record, así que me dio tiempo a comprar bolsas de café para mis allegados adictivos, comer en un burguevegano, cargar el móvil en el camping, recoger mi macuto y esperar en la parada del bus, con la incertidumbre de si sería un súper autocar con WIFI y todo el rollo ese o si más bien sería una chatarra andante. Pues bien, ganó la segunda, aunque la chatarra andante de apenas quince pasajeros tenía conexión WIFI y enchufe para cargar el móvil, lo que me salvó para poder contactar con el Moños en Medellín y así no perderme.
El viaje en aquella buseta fue muy duro, tardó ocho horas con una parada sola, e incómodo como ninguno, pero bueno, eso es agua pasada y hay que olvidarlo. Cuando llegué a Medellín ya eran las 12 de la noche y los taxis no querían recogerme, ya fuese por miedo o por cansancio, pero al final conseguí uno que iba donde yo iba, así que me aceptó porque le pillaba de paso.
El barrio donde me encontré con Pamela y el Moños se llamaba Acevedo y parecía un lugar turbio, pero pronto, los amigos que nos acogían en su casa nos llenaron de fiesta y alcohol. Mi hermano y Pamela se fueron al sobre mientras yo me quedé un rato más con aquella gente bebiendo chupitos de Dios sabe qué. Me obligaron a bailar y a cantar, pero fui responsable y cuando ya mi incunzraba argo burrachi pedí una camita brandita pada mí, y así pasó la noche, con un ruido estruendoso incluso bajo la almohada.
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