La Niña

Antes de abrir los ojos ya me sentía rara. Me duele la espalda, las piernas, los brazos, la cadera… Me duele casi todo el cuerpo ¿Me habré caído con la bicicleta? El camino de la Estación está muy empedrado y siempre que salgo con mis amigas a montar en bici por ahí voy con muchísimo miedo de caerme. Me siento como si me hubiera revolcado a gran velocidad por aquel camino.

Muevo los dedos de los pies, porque mi madre siempre me mete miedo con eso de la paraplejia. Por suerte se mueven, aunque tampoco van muy bien.

Por fin me atrevo a abrir los ojos. Es de noche, pero la lamparilla está encendida. Me encuentro en una habitación grande. Mi habitación, la reconozco, aunque ha desaparecido toda mi decoración: la pared azul ahora era blanca y con motas en relieve. El escritorio, las estanterías con muñecas y peluches, el armario blanco con pegatinas, los dibujos de mis amigas decorando las paredes, las figuras que estuvimos colgando mi madre y yo durante toda una tarde, mi edredón de flores. Todo eso había desaparecido. Ahora es una habitación sin color, con muebles diferentes, objetos raros, un espejo gigantesco en el armario, sábanas de cuadros, olor aburrido y calor artificial.

Desde la cama, tras la ventana puedo ver los edificios vecinos difuminados por la noche y por el cristal empañado, lo que me hace pensar que fuera el frío es intenso, y el calor interior no sé de donde procede, pero se está a gusto.

Me intento mover y descubro nuevos dolores en mi cuerpo, debo haber sufrido un accidente bastante aparatoso. Tal vez haya estado inconsciente mucho tiempo, pero no parece que tenga ninguna herida en la cabeza, ni siquiera me duele… Debe ser lo único que no me duele.

Cada vez estoy más asustada. Me da miedo levantarme y hacerme un daño mayor, y también temo que mi familia no esté en casa. Mi padre sé que no, él nunca está por el día, pero mi madre y mis hermanitos pequeños no pueden haberse marchado. Con esa certeza decido gritar «mamá». Mi garganta está seca y mi boca pastosa, por lo tanto, le cuesta sacar sonido, pero poco a poco, después de varios intentos consigo que al menos mis oídos oigan mi voz. Lo repito varias veces hasta ganar intensidad. La impotencia de los primeros intentos me ha asustado tanto que sin darme cuenta estoy llorando. Y al escuchar pasos en el pasillo lloro más, aunque esta vez parece que es algo más de alegría… Creo que mis llantos buscan mimos, cosa que me da algo de vergüenza a mis catorce años.

Se abre la puerta… No es mi madre. Ni mis hermanos. Es un señor gordo y viejo y llega con media sonrisa. Me mira y dice: «¿Mamá? No, preciosa. Mamá no te va a escuchar ya». El terror congela mis lágrimas y mi voz. Después me dice «Voy al baño y vengo enseguida».

Tengo que salir de allí cuanto antes. Me arrastro por la cama hasta el borde y me dispongo a bajar, pero todo muy lentamente, pues los dolores son implacables. Me doy cuenta que voy más rápido gateando que con los pies, así que me muevo a cuatro patas hacia la puerta de la habitación y luego afronto el largo pasillo hasta la puerta de salida. Cuando llego intento levantarme con la ayuda del pomo, pero resbalo y  caigo de bruces. Desde el suelo se presenta ante mí el hombre viejo.

–Sin esto no irías muy lejos –Me dice mientras me señala unas muletas–. ¿A dónde piensas ir a estas horas? Anda, levanta y a la cama –Concluye ofreciéndome las muletas.

–¡Dónde está mi familia, cerdo! –Le contesto temblando.

–Aquí no están –Me dice seriamente–. Venga, vamos.

–¡No voy a ninguna parte contigo, y menos a la cama! –Le digo lanzándole una de las muletas.

–¡No chilles!

–¡Ah! Justamente eso es lo que voy a hacer –Comienzo a gritar.

–¡No! ¡Para! Si vuelves a la cama te diré dónde está tu familia, pero vamos. No voy a hacerte nada malo.

Su expresión de dolor y desesperación me hace creer que en realidad ese hombre no es un violador o un asesino. Me ayuda a levantarme y me da la muleta que yo le había lanzado segundos antes. Juntos volvemos a la habitación. Me vuelvo a tumbar en la cama y él comienza a hablar mientras se va quitando la ropa.

–Todos los días lo mismo –Comienza diciendo–. Tus padres murieron hace unos treinta años.

–¿Cómo? –Si me estaba intentando engañar lo estaba haciendo muy mal.

–El Alzheimer cada vez te destroza más. Yo soy tu marido, me casé contigo hace cincuenta y cinco años.

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