Un pitido fino circulando por el laberinto de mi cabeza es posiblemente lo último que pude escuchar de mis oscuros sueños o, por el contrario, lo primero que escuché al recuperar la consciencia, que bien podría haber tardado más en volverme, porque menuda tormenta estaba albergando dentro. Se fue esfumando el pitido, pero llegaron los pinchazos en los laterales de la nuca, justo detrás de las orejas. A su vez, los ojos, que podía notarlos rojos, me picaban y no me dejaban contemplar con nitidez la realidad. Las paredes del paladar e incluso mi lengua parecían tener la misma textura que un albornoz cualquiera, más seco que un rodamundos. Mis labios blancos y acuchillados, y la garganta flameada.
¿Qué sustancias habían invadido mi cuerpo anoche? El reloj del despertador marca la una y trece de la tarde. Mi padre ya se habría ido a trabajar hace seis horas y con suerte, mi madre no se habría dado cuenta de que seguía en la cama, a dos kilómetros de distancia del instituto. Mordí la almohada, arañé las sábanas e intenté pegar un puñetazo a la mesilla, pero un pinchazo traicionero en la cabeza me lo impidió. Lo último que mi memoria me dejaba recordar es un pogo peligroso, donde bailaban diferentes tipos de cadenas y pulseras con pinchos. Ante mí un tubo transparente que se acercó con una minúscula pastilla naufragando entre burbujas en un ron oscuro. De un trago ya pude oler y ver la música que golpeaba sin piedad los tímpanos allí presentes. No me doy ni cinco minutos más de recuerdos, solo colores y sueños acosadores.
“Si mi madre se entera de que he dormido hasta la una… me corta la cabeza”, me decía, aunque en ese momento lo mejor que podría ocurrir es que mi miembro pensante desapareciera. Pero el problema no es mi madre, sino mi san sargento padre, ese pilar del cuerpo policial, un ejemplo para sus compañeros y héroe para un porcentaje curiosamente alto de la población, personas que no le conocen lo más mínimo como padre, porque si así fuera, el desinterés en aquel ser se notaría enormemente.
Había que arriesgar una salida de la habitación hasta llegar al baño, y eso suponía pasar por delante del cuarto de mis padres y atravesar un largo pasillo sin hacer el mínimo ruido. Siendo la hora que era me daba aire la esperanza de que mi madre, una mujer de los sesenta en pleno siglo XXI, estuviera en el supermercado o, si estaba en casa, que se encontrase trabajando en la cocina, cosa que me ayudaría a no ser descubierto en la excursión al baño, pues esta se encuentra en las antípodas de mi habitación. En todo caso, si era interceptado por ella, mi plan B sería ponerme a llorar y suplicar para que mi madre sellara los labios. Algo difícil, pero en alguna ocasión lo había conseguido.
El alcohol con sustancias en mis cañerías lo hacía todo más complicado. Entre temblores y arcadas conseguí recubrir mis pies con los calcetines más gordos que encontré, para no hacer absolutamente nada de ruido al circular por el parqué. Salí al fin y, después de tirar un ojo a lo largo del pasillo, doblé el otro hacia la habitación de mis patriarcas con el objetivo de asegurarme por completo el ala oeste de la casa. De momento todo limpio. Hora de avanzar.
Apenas me separaban siete pasos del cuarto de baño. Los tres primeros fueron pan comido, pero cuando estaba con el cuarto escuché un ruido de bolsas muy cerquita de mí, lo que me reveló, no solo que alguien más estaba en la casa, sino también que se podría encontrar en el salón o en el propio baño. Si mi madre se encontraba en el servicio, fracasaría mi empresa, por lo tanto, intenté cruzar los dedos, y digo intenté porque mi cerebro no quiso trabajar para ello. No me quedaba otra que echar un vistazo al poderoso salón. Solo sería un momento. Tan veloz como un felino… Bueno, un felino con toda la resaca del mar.
Así tenía que ser, pero no fue, y explico ahora el por qué. El vistazo cazó algo que no era mi madre. Algo que no era mi padre, ni un vecino, ni siquiera era una persona. El vistazo se quedó congelado cuando un oso marrón se colocó en la trayectoria de mis ojos. Un plantígrado de dos metros y medio rebuscaba en el sofá de mi salón y, yo tan idiota, me quedé petrificado hasta que los aromas del ron llegaron a sus fosas nasales, provocando un giro brusco de cabeza que puso su mirada inyectada en muerte en dirección a la mía. En ese momento sí reaccioné y en dos zancadas ya estaba en el cuarto de baño, pegando un portazo y poniendo los dos pestillos. Justo después, un golpe atronador casi deja en evidencia la puerta de roble macizo. Al fin había conseguido orinar, aunque no donde debía haberlo hecho.
El oso siguió golpeando la puerta y rugiendo periódicamente. Mientras tanto, yo me había armado con un desodorante en una mano y un peine en la otra y, mirándome en el espejo vi un reflejo penoso. No podía esperar la muerte de tal manera, no era propio de mí, así que tiré los objetos y me dirigí a la ventana. Se trataba de un hueco en la pared de pocos centímetros, pero mi cuerpo se caracteriza sobre todo por mi minúsculo tamaño, así que con un pequeño esfuerzo podría salir. En realidad, escapar por la ventana significaba “pan para hoy, hambre para mañana”, pues al otro lado me esperaba un hueco interior en el edificio para ventilar (ni siquiera era un patio). En mi piso solamente comunicaba con la habitación de mis padres.
Me magullé las caderas, pero salí. Ahora me arrastraba verticalmente por la pared, intentando no caer por aquella chimenea maloliente. Alcancé la ventana grande de la habitación de mis padres, abierta, por suerte. Entré y cerré la puerta con el mayor silencio existente. Luego me metí debajo de la cama, aterrado.
Hacía tiempo que las paredes habían dejado de temblar, parece que el oso había derribado la puerta del baño o se había cansado de golpearla. El caso es que en cualquier momento podría aparecerse delante de mí. También me daba un miedo espantoso pensar que mi madre, si no había sido víctima del animal, podría estar al llegar en cualquier momento y formarse un terrible desenlace.
Algo debía hacer, así que fui directo al segundo cajón de la mesilla de mi padre y encontré allí su Heckler & Koch, o sea, su pistola reglamentaria. En teoría solo permiten tener una por agente de policía. Esa es la teoría, al igual que en teoría yo no debería saber utilizar un arma de fuego, claro que, ser familiar directo de un jefe de policía tiene sus ventajas.
Cargué la pistola y me senté en el borde de la cama para asimilar lo que estaba a punto se hacer, sabiendo que cualquier error podría costarme la muerte. Si disparaba sin apuntar, el oso podría resistir muchísimos disparos de un arma con este calibre, así que mi intención era disparar al cráneo hasta vaciar la pistola.
Al fin salí, en silencio, pues debía pillarlo por sorpresa. A cada paso que daba, el corazón martilleaba con más velocidad y fuerza. Escuché ruidos en el salón. Estaba en el salón. Me volvería a asomar, pero esta vez mi reacción iba a ser completamente diferente.
Así fue. Me asomé, le vi, apunté y descargué el arma contra su cabeza. El oso tuvo tiempo de girarse, gruñir y dar un último paso amenazador hacia mí. Luego cayó al suelo y no volvió a moverse.
Tras uno o dos minutos asimilándolo y recuperando mi respiración normal, llamé a mi padre para que trajera una patrulla, y como era de esperar se ofreció él mismo a venir con la patrulla, no sin antes obligarme por teléfono a salir de casa y esperarles en la puerta del portal.
Dos coches llegaron enseguida Cinco agentes con el arma en la mano y, entre ellos mi padre, que lideraba al grupo. Entraron rápidamente en el portal y me volvieron a dejar solo, esperando, pero no pasó ni un minuto cuando salieron tres policías apuntándome con sus pistolas, gritándome que me tirara al suelo. Lo hice y en cuestión de décimas de segundos ya los tenía encima. No entendía nada.
Mientras me quitaban la pistola, que aún la tenía enganchada en la parte de atrás del pantalón, salía mi padre llorando del portal, junto a otro compañero. Me miró y me dijo entre lágrimas “¿Qué has hecho, desgraciado? ¡Has matado a tu madre! ¡Maldito drogadicto! ¿Qué mierda tomaste ayer? … ¡Has matado a tu madre!”.