Habíamos dejado atrás el parque infantil y nuestras inmadureces, pero aún nos sobraban pulmones para subir los peldaños de la colina, siempre y cuando pudiésemos descansar en los múltiples miradores que daban al Danubio. De vez en cuando escapaba algún gato de las sombras y nos recordaba que se estaba oscureciendo el mundo, porque el tiempo es impecable, sobre todo en invierno. Debíamos llegar a la cima antes de que nos cerrasen los ojos.
Mientras subíamos podía imaginarme al obispo San Gerardo rodando colina abajo metido en un barril por los paganos en la rebelión de estos en el 1046, motivo por el que murió el obispo y, por tanto, tiempo después, concedieron poner su nombre a la colina. Curiosamente, después del asesinato, la colina se llenó de brujas, al menos en las leyendas. Lo que sí estaba claro es que en aquel lugar privilegiado podíamos hacerle la competencia a la noria de Budapest, siendo los ojos de la ciudad.
Entre gato y escalón se dejó ver al fin la libertad, una libertad en forma de mujer de bronce aupando con ambas manos una hoja de palma. El pedestal de piedra que propulsa a la mujer contiene unas letras que, juntándolas, solo tienen sentido en húngaro, y estas hacen memoria a las víctimas de la independencia, borrando así el origen soviético del monumento, construido en principio para homenajear al pueblo húngaro en su lucha contra los nazis.
A cada lado, no se me olvidan las dos estatuas: a la izquierda de la mujer hay un hombre portando la antorcha de la libertad, y a la derecha hay otro ser masculino luchando contra un retorcido dragón, recordándome aquel mito griego en el cual, Heracles hacía morder el polvo a la Hidra del pantano.
Aprovechamos esos últimos instantes de luz para descansar las posaderas y premiar a la vista de lo que aún no había tenido nunca, pero no solo la oscuridad nos acechó en pocos minutos, sino también un frío que había venido con la corriente de la serpiente policéfala, y que casi nos convierte en esculturas custodias de la libertad.
LA HIDRA DE LERMA
El Peloponeso no es excesivamente grande, pero contenía gran cantidad de monstruos en aquellas épocas griegas. En Lerna, al sur de Argos, había un lago que decían que era una entrada al temido inframundo. Sabemos de un perro de tres cabezas que hace de guardián en la puerta principal del mundo de los muertos, pero si hay más entradas se necesitarán más guardianes…
La Hidra, hija de Tifón y Equidna, fue descrita como una gigantesca serpiente con múltiples cabezas, con el poder de regenerar y multiplicar sus cabezas cada vez que una de ellas fuese decapitada. Además, su aliento era venenoso. La diosa Hera crio a la bestia para que se enfrentase a Heracles en el futuro, así que susurró al rey Euristeo que mandase al héroe a derrotarla, como segundo trabajo, con la esperanza de que este pereciera en el intento.
El fornido semidiós, sabiendo de antemano a lo que se iba a enfrentar, llevó consigo a su fiel sobrino Yolao para que le ayudase con el trabajito. Ambos se cubrieron las fosas respiratorias con paños para evitar respirar el aliento venenoso del monstruo. Cuando llegaron a la boca de la cueva que cobijaba a la Hidra, Heracles lanzó flechas ardientes para hacerla salir, cosa que consiguió de inmediato, dando lugar a la lucha. Cortar las cabezas de la bestia era un trabajo improductivo, así que, advirtiendo esto, Yolao, gracias a la inspiración divina proveniente de Atenea, comenzó a quemar los muñones de las cabezas cortadas con tizón y así cauterizarlos, para que no surgiesen más cabezas. Siguiendo con este ejercicio, Heracles decapitó por fin la última cabeza, la inmortal, así que, aún retorciéndose, la enterró bajo una roca, no sin antes impregnar sus flechas en la venenosa sangre de la Hidra.