Monumento a los aviadores (6º trabajo)

Cuatro kilómetros de paseo por un hormiguero de hormigón fabricado con escuadra y cartabón, donde a veces te puedes chocar con alguna zona verde de pinos fríos, pero que lo normal es pisar y respirar en gris. Habíamos llegado a la plaza de los Aviadores, que no es más que un parque triangular de cuatro árboles en un pequeño distrito de Tiráspol. En el medio reposa un MiG-19 de más de 45 años de antigüedad, puesto ahí para recordar que una vez, el cielo de la ciudad se llenó de aquellos pájaros de metal.

La Operación Barbarroja se llevó por delante una gran cantidad de urbes, de las cuales pulverizó a la mayoría de su población judía. Los rumanos, a las órdenes del hombre con el bigote corto, fueron los encargados de asegurar aquella ciudad, que era la más próspera de Besarabia. Pero los cimientos del imperio se fueron carcomiendo poco a poco, y los aviones soviéticos lo aprovecharon entrando en 1944 en Tiráspol con la intención de liberar a una población mermada.

30 años después de esta liberación se coloca en la plaza este monumento: un gran pájaro que quiere recordar siempre a los pilotos del 17º Ejército Aéreo, comandado por el teniente general V. A. Sudets, considerado un héroe por la Unión Soviética. No sé si la estructura consigue su cometido, pero al menos sirve de atalaya de descanso para los cientos de palomas que sobrevuelan el Dniéster.

LAS AVES DEL ESTÍNFALO

Volvemos a utilizar a Arcadia como escenario, pues esta región del Peloponeso alberga un lago llamado Estínfalo, y los bosques que cubrían sus orillas cobijaban a las aves más terribles de la antigua Grecia. Estos enormes pájaros tenían picos, garras y plumaje de bronce, sus excrementos envenenaban los cultivos y, por si fuera poco, atacaban y devoraban a las personas. Se decía que eran hijas del mismísimo Ares, o que Artemisa las tenía como mascotas.

El caso es que, fuera como fuese su lugar de procedencia, los pueblos cercanos al lugar tenían verdadero miedo a estos monstruos, pues poco a poco habían ido reproduciéndose y existía un cuantioso número de aves asesinas.

El rey Euristeo sabía de la dificultad de la solución a este problema, por eso se lo encomendó a Heracles, pues tenía la certeza de que fracasaría en su sexto trabajo, que consistía en expulsar a todas las aves de aquella región para siempre.

Cuando el héroe llegó al lago comenzó a rodear la orilla en busca de los pájaros, pero estos no salían del escondite que el semidiós no lograba encontrar, y Heracles empezó a desesperarse y a tener pensamientos de fracaso, así que pidió a Atenea, que era la diosa de la que más apoyo recibía, que le ayudase en su cometido. Inmediatamente cayó del cielo unas crémbalas, que son las antepasadas de las castañuelas actuales, y haciendo sonar el instrumento empezaron a salir las aves, que al parecer no podían soportar aquel sonido. Cuando todos los monstruos alados estaban encapotando el cielo, Heracles sacó su arco y sus flechas empapadas en la sangre de la hidra y comenzó a disparar contra las aves, matando a gran cantidad, y aunque muchas escaparon, se fueron muy lejos, encontrándolas tiempo después por los Argonautas en una isla del mar Negro.

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