Tras una serie de encadenadas pedaladas que nos habían hecho rodar algo más de quinientos kilómetros hacia el norte, las yeguas suplicaron un descanso más intenso aquella vez, y no el simple suspiro de liberarlas de las alforjas como cada noche. En Poitiers bajamos el ritmo, y al trote trituramos los tramos empedrados, conociendo así los cruasanes de la pâtisserie Le Trianon, las chispas blancas que emanan del humilde Clain, y los pasajes arqueados que dan a parar a la basílica catedral de San Pedro.
Enjabonamos los lomos, desenredamos las crines, herramos las llantas, colocamos y ajustamos la silla y los estribos, alimentamos con aceites esenciales las venas metálicas y les susurramos con el amor que nos había humanizado. Las yeguas obtuvieron lo que se merecían y se entregaron al placer del sueño profundo en el mundo donde los caballos son alimentos.
En el día posterior, tan agradecidas amanecieron que nos llevaron a buen galope, saliendo de un vetusto Poitiers por el puente del norte, a la vera del ferrocarril y de los campos largos de girasoles, donde los erizos tienen hijos. Y me resultaba incomprensible que desde Dissay, aún percibiésemos el olor de los cruasanes de Le Trianon, hasta que descubrimos por casualidad que las alforjas de la yegua blanca tenían cargamento de contrabando.
LAS YEGUAS DE DIÓMEDES
En la región de Tracia, entre los mares Egeo y Negro, gobernaba el rey Diomedes, un gigante hijo de Ares y de la ninfa Cirene. Su mal genio, maldad y sadismo era bien conocido a larga distancia, y por eso mismo muchos viajeros evitaban acercarse a sus dominios. Diomedes tenía en su poder cuatro fuertes yeguas devoradoras de humanos que debía tener encerradas en un establo y atadas con cadenas para poder controlarlas. Por pura diversión, el rey solía introducir en el establo a sus prisioneros y a distintos viajeros e invitados que no esperaban ser platos de comida de cuatro équidos carnívoros
Euristeo, que ya estaba temblando al ver que Heracles superaba todas las pruebas que le iba mandando, decidió esta vez mandarle a Tracia para raptar a las yeguas y traérselas con vida. El héroe, sin rechistar, partió hacia la costa del mar Negro, y esta vez acompañado de un grupo de voluntarios. Aunque parezca mentira, Euristeo dio permiso para que lo acompañasen.
Una vez allí, Diomedes se enteró de la llegada de Heracles y de sus intenciones, así que se enfrentó a él junto a algunos de sus soldados. Por supuesto, los músculos del héroe eran inigualables, y a pesar de que Diomedes era un gigante, hijo del dios de la guerra, fue derrotado en la lucha y se le lanzó al pesebre de las yeguas, que no dudaron en devorar a su dueño, dejando el culo para el final, que es lo más sabroso. Por arte de magia, la sed de sangre de los animales se desvaneció al acabar con Diomedes, volviéndose mansas y herbívoras, y facilitando el viaje de vuelta a Tirinto, donde fueron entregadas a Euristeo.
La leyenda dice que Bucéfalo, el caballo más famoso de la antigüedad, el que perteneció a Alejandro Magno, descendió de una de estas yeguas come-personas.