Micenas (10º trabajo)

Mis pies sobre una colina de tierra vieja, donde cinco mil años antes los pelasgos habían conseguido esclavizar a unos gigantes de pocos ojos para que cargasen en su lomo, transportasen y colocasen con delicadeza unas enormes piedras hasta formar un hilo circular que haría de muralla ciclópea, protectora de una urbe en apogeo.

De la mayoría de estructuras quedaba el polvo, pero alguna de esas construcciones creadas por gigantes aún se mantenían en forma, como la gloriosa Puerta de los Leones que da entrada a la ciudadela, llamada así por la escultura de dos felinos guardianes, la más antigua del Egeo. Hacia el este se enfría el ambiente si entramos en la tumba de Agamenón, aquel griego que comandó la gran guerra contra los troyanos, y es que su sepultura podría ser una máquina del tiempo, capaz de transportarte a ese mundo antiguo donde los gigantes construían murallas con rocas.

Tanta roca, tanta piedra, tanto bache en el camino hizo que mi pie derecho se enzarzase en un conflicto a ras de suelo en el que, igual que Aquiles se desinfló desde el talón, mi cuerpo sucumbió también, aterrizando varios metros más al sur de dicho sendero pedregoso. Como canto rodado, metamorfoseado en una de esas grandes piedras, uniéndome a la muralla ciclópea ¡Si los gigantes levantaran la cabeza…!

Por suerte solo fueron rasguños, y me queda la alegría de pensar que mi ADN se encuentra en la antigua Micenas, en la ciudad fundada por Perseo ¡Punto para mí!

EL GANADO DE GERIÓN

Y hablando de otro rey de Micenas, el cobarde Euriteo, que se escondía en su tinaja cada vez que tenía a Heracles cerca, seguía sin dar crédito de la gloria que adquiría el héroe al realizar con éxito los peligrosos trabajos que le encomendaba, que, además, acentuaba la ira de la diosa Hera.

En el décimo trabajo le quiso mandar muy lejos, así que decidió que sería buen momento para molestar a Gerión, un gigante terrible que vivía en la isla Eritea, en el punto más lejano de occidente (se cree que es donde se encuentra hoy Cádiz). Este enorme ser tenía en su poder unas reses rojas muy codiciadas, pero estaban protegidas por el pastor Euritión y el furioso perro de dos cabezas llamado Ortro. Se olía complicado robar el ganado.

Heracles se puso en camino e, inexplicablemente, decidió ir andando por el norte de África, soportando a duras penas el calor del desierto más letal del planeta. El héroe, harto del sofocón, sacó su arco y lanzó una flecha de esas envenenadas a Helios, el dios sol, acción que sorprendió al astro inmortal y, al contrario de lo que podríamos pensar de un dios griego, esta acción tan insensata fue valorada positivamente por el Sol, que incluso decidió ayudarle en su travesía ¿Y cómo lo hizo? Prestándole la copa de oro con la que este dios desaparecía en el horizonte marítimo por el oeste para aparecer al día siguiente por el este (lo sé, existen mitos que no hay por dónde cogerlos).

Con la copa en su poder, Heracles se echó al bar… ¡Digo a la mar! y recorrió el Mediterráneo con dirección a la isla Eritea, costa que no tardó en alcanzar, aunque el peligro tampoco tardaría mucho en asomarse: primero fue el perro Ortro, siempre babeando de furia por sus dos bocas, pero nuestro héroe ya estaba curado de espanto en cuanto a bichos raros se trataba y le despachó a golpe de vara de olivo, y la misma suerte correría el pastor Euritión, un palazo y pa’l inframundo.

Una vez fulminados los vigilantes, Heracles comenzó a meter a las reses en el interior de la copa de Helios para volver rapidito, pero estas no eran pocas y tardó tanto que el gigante Gerión apareció repentinamente, alertado por el ajetreo que estaba formado allí. Este ser asustó al semidiós y se metió corriendo en la copa junto con el ganado para huir a toda corriente, mientras tanto Gerión le perseguía con sus lanzas. Heracles, mientras huía le disparó una flecha envenenada con la sangre de la Hidra de Lerna, y esta impactó en la cabeza del gigante, haciéndole un butrón que lo dejaría allí tirado ¡Gran banquete para las arpías! Y aunque parecía que ya todo había acabado, lo cierto es que tardaría más de un año en entregar a Euristeo las vacas rojas de Gerión, pues, la cachonda de la diosa Hera, cuando Heracles estaba ya en tierra con el ganado, mandó un tábano muerde-vacas que hizo que las reses se dispersasen en todas direcciones, lo que le llevó al héroe muchos meses volver a reunirlas. Y, por si fuera poco, Euristeo las sacrificó en cuanto se las entregó Heracles ¡Qué repugnante!

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