La Acebeda (4º trabajo)

En las alturas. Casi en el cielo y con el verano borracho de poder. El puente de arco que antaño daba camino al tren que iba y venía de Francia, hoy nos sostenía a nosotros. Desde ahí arriba se veía un puñado de manchas marrones y blancas entre las olas verdes de lo salvaje, donde las vacas saciaban sus pecados.

Conocía esas vistas como conozco a mi hermano, pues vinieron a mí al mismo tiempo, el salvaje y la selva, a tan solo ochenta kilómetros del Big Bang, una aldea invisible donde los gatos y los gallos aún siguen en guerra, quizá esperando a que muera el humano, pero este aquí no muere, aunque se dice que escasea, pero nunca muere, porque tiene la pócima de la vida que le da la montaña.

Esa tarde se hizo noche más pronto de lo habitual, porque la piedra se erosiona con mayor rapidez si las almas están a gusto, y más enamorado no se puede estar en ese cielo, así que tocó bajar a tientas, pero sin problema ninguno porque el mapa estaba dentro de mí y sabía dónde apuntar mi nariz. Con mayor intranquilidad se podían encontrar los otros dos pies que acompañaban los míos, pues era la primera vez que pisaban esas buenas hierbas y, además, el estío nocturno en la Acebeda te hace tiritar.

El sendero no se estiraba mucho, pero sin luz retrasaba la llegada. A eso que suenan unos chillidos de horror a pocos pies de nuestros alientos entre los quejigos del laberinto, y se repiten una vez y otra, y al final dejamos de contarlas. Supe jugar mi papel de aldeano experimentado y con mi voz más tranquilizadora pude calmar los nervios de la amígdala atormentada que se encontraba a mi lado. No hay que preocuparse, los jabalís no atacan, huyen de nosotros. Una mentira que a mis labios les costó asimilar, pero que cumplió su objetivo.

Finalmente, con el corazón entre las piernas, llegamos a la lumbre del pueblo, donde las navajas no podían alcanzarnos ya. Tal vez no les interesábamos… Es más, sé que no les interesábamos, pero un cruce inesperado podría haber hecho saltar chispas al río.

EL JABALÍ DE ERIMANTO

Cuando la gran diosa de los animales se enfurecía soltaba a la bestia para que arrasara algún pueblo y sus campos. El jabalí en concreto era enorme y su fuerza descomunal, además, devorador de mujeres y hombres.

Esta fiera campaba por los bosques y laderas del monte Erimantos, al norte del Peloponeso, y por estos lares olisqueaba Heracles para cazar a su cuarto trabajo. Para encontrarlo, el héroe pensó que la mejor manera era ponerse a gritar, así que comenzó a bocear hasta que, efectivamente, el jabalí se dejó ver, y en la espesura de la nieve comenzó una lucha terrible para el gorrino, que acabó agotado, vencido y atado vivo con cadenas, y cargándolo sobre su hombro izquierdo lo llevó a Micenas, para que el rey Euristeo diese el visto bueno a su trabajo. El monarca, siempre temblando de miedo cada vez que aparecía Heracles, se escondía en el interior de una tinaja grande, como si el semidiós no pudiera reducirlo a pedazos si tuviera la intención, pero ya sabemos que la mitología griega dejaba gran trabajo a la imaginación.

Deja un comentario